Verde sobre negro. Cesária Évora

Verde sobre negro. Las plantas contra la piedra volcánica. Y alrededor, el mar. Cuando los portugueses fundaron su primera ciudad en ese lugar que después se llamó Cabo Verde, en 1462, no había nadie. Después intentaron plantar caña de azúcar. Pero el lugar prosperó con el tráfico de esclavos. Esas islas frente a Senegal ofrecían algo irreemplazable en tiempos de esclavitud y comercio naval (y de navegación a vela): un puerto en el Sur del Atlántico y una escala en el trayecto desde Africa hacia América. Y después no ofrecieron mucho más. Allí quedaron los descendientes de los colonos y de los cautivos. Y una canción, impregnada de la tristeza de unos y otros, una especie de fado africano que cantaba males de pobres y solitarios: la morna. “En Lisboa se llora como sólo se llora en los puertos”, me dijo una vez Amália Rodrigues, la gran estrella del fado. “Sin esperanza y sin ventura”, cantaba a Sao Vicente, Cesária Evora, la gran –o la única– figura de la morna.

Nacida en Mindelo, la ciudad principal de la isla de Sao Vicente, en el archipiélago de Cabo Verde, donde hace años que casi no llueve, Evora ayudaba a su madre a cocinar y a vender comida, y ayudaba con la limpieza y la cocina a cambio de unos pocos escudos caboverdianos, en el orfanato de la ciudad. Allí había, también, un coro. Y allí empezó a cantar. Su padre había muerto cuando ella tenía 7 años y fue un marinero llamado Eduardo, quien le enseñó las primeras mornas y coladeiras, el otro género sobre el que los caboverdianos reclaman propiedad. A los 16 empezó a cantar en bares y hoteles; los músicos locales la idolatraban; su tío, un compositor de canciones que se presentaba con el seudónimo de B. Leza (belleza, en la pronunciación portuguesa), le brindaba un repertorio original y ella se convirtió en “Reina de las mornas”. Pero claro, era la reina de una isla abandonada, y durante una década a la que llama “los años oscuros” debió dejar de cantar para trabajar de cualquier cosa y sostener a su familia. Una época en que, además, se volvió alcohólica. Entonces viajó a Portugal, donde comenzó a actuar en conciertos patrocinados por una organización de defensa de los derechos de la mujer. Y allí la escuchó un francés descendiente de caboverdianos llamado José da Silva, que la llevó a París y, en 1988, le produjo un disco, La diva aux pieds nus (La diva descalza). Evora tenía 47 años.

Dos años después publicó Distino di Belita, en 1991 Mar azul y en 1992 aparecó Miss Perfumado, donde se incluía su canción “Sodade” (equivalente en portugués criollo de saudade –nostalgia–) que se convirtió en un éxito internacional.

En 2011, Cesária Évora murió, víctima de una afección cardíaca. Dos años antes había actuado por tercera vez en Buenos Aires. “La música que cantaba de niña es la que sigo cantando ahora”, me decía. Venía a presentar Rogamar, de 2006 y todavía en ese momento su último disco. Se trataba de un proyecto en que acentuaba la influencia brasileña sobre su música, confiando incluso arreglos al cellista y orquestador Jacques Morelenbaum, ex integrante del grupo de Egberto Gismonti, miembro de un grupo con su mujer Paula, Paulo Jobim y Ryuichi Sakamoto y factótum de varias producciones de Caetano Veloso con quien, también, Evora grabó a dúo el tema “E preciso perdoar”). Ese disco, de 2006, era todavía su última producción.

La cantante decía que, en Cabo Verde, ciertas músicas de América del Sur, “sobre todo de Brasil, por la cercanía idiomática, pero también tangos y boleros”, se escuchaban tanto como el fado. “Las noticias llegan del mar; las buena y las malas. Y en los puertos, las mujeres crecemos y vivimos mirando el mar y esperando”, me había dicho Amália Rodrigues. “Sao Vicente es una isla, parte de Cabo Verde. Y en las islas todo llega del mar”, afirmaba Cesária Evora. “Los puertos tienen sus propias historias. Y lo extranjero no es extranjero. Todo el tiempo está llegando gente de todas partes y, también, yéndose. Con ellos, llegan y se van canciones. Por eso es que en nuestra música está lo portugués, y está una manera de interpretar, una cadencia, que viene de Africa, pero también están todas esas canciones de marineros que fueron y vinieron durante siglos”, completaba Évora. Alguien aventuró alguna vez que la palabra “fado” se relaciona con “fatum”, el destino. Y aunque seguramente no hay raíz en común, «morna» lleva a pensar en las nornas, esas diosas nórdicas del destino a las que hasta las otras deidades debían obedecer. Fado y morna son canciones tristes, portuarias, como el tango. “La última vez que estuve en Buenos Aires me llevé cantidades de discos de tango”, contaba Cesária Évora. “El tango es un poco más heroico, y tiene detrás, muchas veces, esas grandes y magníficas orquestas, mientras que la morna, como el fado, es una canción con guitarras, más de bares que de grandes salones. Pero los sentimientos son los mismos, son sentimientos de la gente que vive en los puertos: la soledad, el amor, el abandono, la sodade.”

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