El horror, el horror

A la entrada de la sala de pintura de los siglos XVIII y XIX, en el Louvre, hay un cuadro llamado «La inundación» (Le déluge). Es un óleo sobre tela de 4.41 x 3.41 m. Su tema es realista, una familia que huye de la inundación. Su resolución no. Fue exhibido por primera vez en el Salón de París, en 1806, y en 1810 ganó el concurso de la década, venciendo a «Las sabinas», de Jacques-Louis David. Eran dos concepciones distintas. David es clasificado habitualmente como un neoclásico. Anne-Louis Girodet también. Pero no lo es. En su escena hay una agitación, un temblor, un atisbo de lo inexplicable, una corporización del horror que no puede sino asociarse con los aspectos más terroríficos del romanticismo y, en el caso de la pintura francesa, con las estéticas de lo onírico que desembocarían en el simbolismo y el surrealismo y de las que son buena prueba las «Cabezas cortadas» de Théodore Géricault, o la «Danza de Sabbat» que ilustra la Historia de la magia de Paul Christian publicada en París en 1870.

Otro grabado de la época, «Un concierto de metralla», obra realizada en 1846 por Bezt, Leloir, Laurent Hotelin y Recner, a partir de un diseño de Grandville, muestra otra clase terror. El sonoro. El responsable no es otro que Héctor Berlioz. El mismo que para la inauguración del nuevo tren entre París y Bruselas, el 13 de junio de 1846, juntó una orquesta de 400 músicos para estrenar su Grande symphonie funèbre et triomphale. El orgánico incluía doce cañones que debían disparar juntos sobre los acordes finales de la «Apothéose», lo que no llegó a suceder porque se habían perdido los encendedores (o alguien había decidido sustraerlos). Las mechas de dos de los cañones fueron finalmente prendidas con un cigarro, lo que produjo unos chisporroteos imprevistos que el público, no obstante, creyó parte del espectáculo.

Pero, más importante, Berlioz había estrenado en el Conservatorio de París, el 5 de diciembre de 1830, una verdadera obra de terror musical, su Symphonie fantastique: Épisode de la vie d’un artiste … en cinq parties. Escrita –o soñada– bajo los efectos del opio, Leonard Bernstein la definió como «primera excusión al mundo de la psicodelia». Lo interesante es cómo inventa sonidos y efectos con los instrumentos para lograr ese clima alucinatorio. Cuerdas golpeadas con la madera del arco, glissandi (los deslizamientos de un sonido a otro), una masa orquestal inusual que incluía absolutamente todo lo disponible (desde instrumentos novedosos, como la corneta con pistones o el gigantesco ophicleides hasta otros en desuso, como el serpent). Y, claro, las campanas. Las orquestas actuales recurren a las usuales campanas tubulares (unos tubos de metal colgantes que remedan su sonido). John Eliot Gardiner, que grabó la obra en el propio Conservatorio de París, utiliza las campanas del lugar. Pero, en realidad, es absolutamente imposible que Berlioz hubiera podido sincronizarlas con la orquesta. En otra versión ejemplar – creo que es mi preferida–, la de la orquesta Anima Eterna de Brujas (buen nombre de ciudad para interpretar esta obra), que fundó y dirige Jos Van Immerseel, a partir de una indicación del propio Berlioz, las campanas no son tocadas por campanas sino por dos pianos Pleyel de la época. No es que no pueda haber grandes versiones de esta obra tocadas por orquestas actuales convencionales. De hecho las hay, con la conducida por Igor Markevitch a la cabeza. Pero el terror aparece en toda su dimensión con la tensión entre los materiales con los que Berlioz contaba y lo que –tan genial como delirante– imaginaba para ellos.

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