Desaforados

“Que el canto esté lleno de gravedad; que no sea ni mundano ni demasiado rudo y pobre. Que sea dulce, aunque sin liviandad; que mientras agrade al oído conmueva al corazón. Deberá aliviar la tristeza y calmar al espíritu irritado. No deberá contradecir el sentido de las palabras sino, más bien, resaltarlo. Porque es una pérdida de gracia espiritual que una persona esté desposeída del benéfico sentido hacia las bellezas del canto y que sólo atraiga nuestra atención un sencillo despliegue vocal, cuando deberíamos estar pensando en lo que se canta”. Esas eran las normas que, al cantar, debían cumplir los monjes, formuladas a comienzos del siglo XII por San Bernardo de Claraval.
Se ve que las reglas no eran fáciles de entender ni, mucho menos, de ser traducidas a la práctica. A mediados del siglo siguiente, el Deán de Salisbury observó: “Los ademanes desaforados y movimientos, así como el uso de grandes saltos interválicos, son signos de una liviandad de pensamiento incompatible con la dignidad que deben mantener los vicarios de coro de quienes se observa, en cambio, su continuo desasosiego corriendo de aquí para allá, yendo y viniendo sin ninguna razón aparente.”


Frente a la regulación (¿aplanamiento?) reallizada en el siglo XIX por los solemnes monjes de Solesmes, versión hoy canónica del canto gregoriano, algunos, como el estudioso Bruno de Labriolle piensan que había una gran riqueza en lo que verdaderamente se escuchaba en las iglesias medievales. Una riqueza, eventualmente, recreable.

Uno de los pioneros, en ese sentido, fue Marcel Pérès –a quien Labriolle reconoce como uno de sus maestros– que, entre otras cosas, investigó la cercanía del canto de la Iglesia de Roma –alrededor del Siglo VI– y el canto bizantino (y, por supuesto, el valor insoslayable de la tradición oral).

Creo que uno de los errores que se han cometido durante mucho tiempo en el estudio de la música medieval provienen de haber tomado como documento exclusivo lo que los monjes escribían. Y lo que buscaban regularizar. Y de no entender que eso es lo que querían pero, de ninguna manera, lo que sucedía. la Iglesia Romana partía de la necesidad de algo imposible. No estaba dispuesta a renunciar a la utilización de la música en el ritual –que obviamente basaba su efecto en lo sensual– pero al mismo tiempo percibía la práctica musical (no la música, que insistían en considerar como una teoría alejada de los sonidos reales y, por lo tanto, de los sentidos y la sensibilidad) como demasiado cercana a lo demoníaco. La música actuaba por debajo de las voluntades, no había manera de no oírla cuando sonaba –no hay párpados para los oídos–, emocionaba de maneras incomprensibles, tenía efectos imprevisibles. La iglesia fue, en todo caso, la primera víctima de la tentación demoníaca de la música: su poder de propaganda.

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