“Niños impertinentes; un buen café vienés”, resumió Thomas Mann, en su diario. El escritor lo había visitado en su casa de Brentwood, justo frente a la de Shirley Temple. El compositor que aseguró que “si es arte no es para todos, y si es para todos no es arte” era, según opinaban también sus vecinos, demasiado permisivo con los hijos. No tanto con la música ni con los músicos. Cuando el famoso violinista Jascha Heifetz le dijo que para tocar el concierto que había escrito para su instrumento necesitaría un dedo más en la mano izquierda, el autor contestó, inflexible: “no puedo esperar tanto”. El que contaba la anécdota era el actor James Dean.
El compositor, que jugaba al tenis e integraba una famosa pareja de dobles junto con George Gershwin, había llegado a los Estados Unidos huyendo del nazismo. El compositor, Arnold Schönberg, vivía en Hollywood y se había negado a hacer música para el cine (al fin y al cabo eso era “para todos”). “Sólo lo haría si pudiera escribir también, la entrada y el ritmo de cada diálogo y de cada sonido que se escuchara en el film”, observó. Su compañero de dobles, cuya estética poco tenía que ver con la suya, lo admiró incondicionalmente y fue uno de sus más entusiastas propagandistas. En esta pequeña película, producida por él, se lo ve bromeando junto al vienés y haciendo una parodia de la filmación, cámara en mano.
Schönberg, más allá de su aversión a lo masivo –algo bastante esperable de quien había conocido a los nazis de cerca–, tuvo una relación fluida con músicos ligados al cine. Y con sus músicas. Es posible que no le hubiera gustado pero nada en el mundo del suspenso y el terror hubiera sido igual sin la atonalidad. Alex Ross –autor del excelente The Rest is Noise, traducido con gracia al castellano con un sentido casi contrario, El ruido eterno– cuenta que hace años entrevistó a David Raksin, el autor de la música para el film Laura, de Otto Preminger, y de una de las canciones más bellas de toda la historia, la que tiene ese nombre como título. Y que él le contó que una vez le había pedido consejo a Schönberg acerca de cómo musicalizar una escena con un avión. “Como grandes abejas, sólo que más fuerte”, contestó el vienés.
Pero la relación más interesante fue a través de un alumno, Leonard Rosenman, que nunca había hecho música para el cine, hasta que alguien que estudiaba piano con él, recientemente contratado para protagonizar una película titulada East of Eden, logró que lo llamaran par escribir la banda de sonido. El actor y estudiante de piano –además de fan de Schönberg– era James Dean, claro, que hasta se sacó una foto ilustrando la anécdota de Heifetz y el dedo faltante.
Y Rosenman compuso una música –volvió a hacerlo en Rebel Without a Cause– que rendía tributo a su maestro y no a las leyes de la industria. Algo solo posible en esa industria, la de Hollywood, si se piensa por ejemplo en Sunset Bvd., del gran Billy Wilder –otro escapado del nazismo–: arte para todos.
buenísimo! Dos gigantes. Impresionante la filmación y que en el 37 se filmaran como quien toma una fotografía, por momentos solo la cámara se mueve.
Excelente !! Texto ameno pero lleno de datos increíbles.gracias
Gracias por tus notas, nos abren nuevas puertas al conocimiento.