En 1887, Eduardo Sivori presentó en el Salón de París un cuadro de impecable técnica francesa –¬el juego entre las líneas verticales de la pata de la mesa, la vela y la pierna apoyada, y las horizontales de la pierna cruzada y el tablero de la mesa; el centro del cuadro en el pubis oculto; la iluminación desde arriba y a la izquierda y, claro, las sombras–. Se trataba de un desnudo femenino pero, a diferencia de los de los clásicos –a la manera de Dominique Ingres, que había muerto veinte años antes–, el de Sivori fue considerado pornográfico o, meramente, “de una audacia desagradable”. Se titulaba “Le lever de la bonne” (el despertar de la sirvienta) y las críticas no eran técnicas. Lo que lo convertía en pornográfico era su tema. La retratada no remedaba las diosas de las antiguas esculturas griegas, como las de los neoclásicos, ni evocaba el refinamiento secreto de unas mujeres bañándose; estaba despeinada, tenía los pechos caídos y sus pies, anchísimos, tenían juanetes. Sivori, en Francia, donde vivía desde hacía cinco años, estudiando con Jean Paul Laurens, había fundado el naturalismo argentino.
“Dicen que no quieren copiar modelos foráneos actuales para poder mantener la propia identidad, pero lo único que hacen es copiar modelos foráneos perimidos y así es que tenemos incas ravelianos y coyas franckianos”, criticaba al nacionalismo el compositor Juan Carlos Paz, autor, entre otras cosas, de las músicas para los films La casa del ángel, El secuestrador, La caída y Fin de fiesta, dirigidos por Leopoldo Torre Nilson y basados en textos de Beatriz Guido, con guiones escritos por ambos en colaboración.
En El secuestrador, de 1958 –el debut de Leonardo Favio como actor– , por ejemplo, las escenas en la villa o el acompañamiento de diálogos en los que un personaje habla de cómo le cae mal el vino blanco, a diferencia del tinto –“lo tomo desde tempranito y no me hace nada”–, es una perfecta música atonal. Paz pensaba, como Borges en su clásica diatriba contra la literatura gauchesca (un falsario o un turista hubieran llenado el Corán de camellos; Mahoma, que sabía que era árabe y no tenía que demostrárselo a nadie, no los mencionaba ni una vez), asimilaba los nacionalismos con la impostura. Y, sobre todo, con la reacción.
El modelo estético de Juan Carlos Paz era el opuesto del de Sivori (aún cuando en la película de Torre Nilsson esa música jugara un contrapunto con el naturalismo crudo de su temática). Pero, en realidad, la asepsia musical de Paz expresaba una rareza más amplia. La música de tradición académica era la única de las artes en que el realismo –o las alusiones a lo real, expresado en citas o evocaciones de lo popular– fue un argumento de los conservadores. Lo que en la literatura, la pintura o el cine era una bandera de lo novedoso –y en muchos casos de un arte combativo y comprometido con las luchas contra diversas opresiones– en la música llamada clásica era una bandera de los tradicionalistas. La inteligentsia diferenciaba, de todas maneras, entre el postalismo vacío y decorativo y los abordajes esenciales. Colocaba en el primer lugar a Heitor Villa-Lobos y Carlos Chavez pero destacaba en el segundo a Silvestre Revueltas. Alberto Ginastera, cultor en sus primeras obras de un nacionalismo sumamente personal –aunque nacionalismo al fin, por lo menos para los oídos de Paz– mantuvo con él, al respecto, una discreta polémica, no exenta de hirientes ironías.
Las paradojas, en las que la historia argentina abunda, situó a Ginastera como fundador y director del motor más importante de la modernidad musical en América Latina, el centro de altos estudios musicales del Di Tella, y en el sorprendente lugar del único compositor de música clásica argentina que enfureció a una dictadura ¬–el Caso Bomarzo que desnuda con brillo el investigador Esteban Buch en The Bomarzo Affair, publicado por Adriana Hidalgo Editora–. Mientras tanto, el revolucionario Paz era testigo indiferente.
Lejos de aquellas barricadas, es interesante redescubrir –o simplemente descubrir– la música de un compositor extraordinario cuya obra, a la luz de la historia posterior, adquiere un halo de modernidad clarividente que pasó desapercibido para la generación que lo sucedió. Constatino Gaito nació en 1878, se formó en Europa –como Sivori– y su estilo fue incorporando, a partir de la década de 1920, elementos musicales identificables con las etnias originarias de América del Sur –o con lo que un compositor de Buenos Aires formado en Europa podía imaginar de ellas–. Casi podría pensarse que el mote de “incas ravelianos y coyas franckianos” pergeñado por Paz le estaba dedicado, más allá de que su lenguaje resulta más cercano al de Gabriel Fauré. Pero Gaito, autor de una ópera magnífica, Ollantay, de 1926, trasciende ampliamente el mundo del pintoresquismo y de los camellos borgianos. En parte por su dominio de la técnica, la riqueza del contrapunto y su notable imaginación melódica. Y en parte por la afinidad entre la escuela francesa y las escalas exóticas. Más que como un inca raveliano Gaito debería ser visto –escuchado– en sintonía con Eduardo Sivori. Alguien que, desde el conocimiento experto de las tradiciones europeas creó uno de los tantos rostros posibles –y no siempre evidentes– de la modernidad argentina.
Muy grato de leer y de escuchar. El arte argentino , con sus bemoles y sostenidos, ofrece pinceladas impactantes en el desarrollo paisajístico de nuestra historia.
Gracias.