La doble vida de Petrushka

El piano estaba presente desde el origen. Igor Stravinsky contaba, en sus Crónicas, el nacimiento de Petrushka, su segunda obra para los Ballets Rusos de Diaghilev: «Tuve la visión neta de una marioneta repentinamente libre que, junto con lass cascadas de arpegios diabólicos del piano, exaspera la paciencia de la orquesta, que, a su vez, responde con fanfarrias amenazadoras. Pettrushka, el héroe desafortunado y eterno de todas las ferias y de todos los países. Eso era bueno, Había encontrado mi título».

La obra, con coreogrfía de Michel Fokine y Vaslav Nijinsky como protagonista, fue estrenada en el Théatre du Châtelet de París el 13 de junio de 1913. El libreto era del compositor, en colaboración con Alexandre (Aleksandr Nikolayevich) Benois, responsable además de la escenografía y el vestuario. Pintor e historiador del arte, Benois, un ruso de ascendencia francesa, había sido uno de los fundadores, junto con Diaghilev, del movimiento y la revista Mir iskusstva (El mundo del arte). Y había sido, también, quien le presentó a Fokine.

La marioneta de paja, sujeta por hilos y repentinamente desatada, libre y cautiva, jocosa y desesperadamente triste, era un personaje dual. Y Stravinsky creó para él un acorde que, en rigor, era la combinación de dos distintos y en tensión: do mayor y fa sostenido mayor. Al superponerse (do-mi-sol, por un lado; fa sostenido, la sostenido y do sostenido por el otro) producían dos intervalos de segunda menor –los que menos armónicos en común tienen y donde la tensión entre los sonidos no se puede resolver a favor de uno ni del otro–, entre do y do sostenido y entre fa sostenido y sol, más una segunda mayor, apenas menos tensa, entre mi y fa sostenido, una sexta aumentada, entre do y la sostenido (o una tercera disminuida, que en los hechos suena igual a una segunda mayor, entre la sostenido y do), y una segunda aumentada entre sol y la sostenido.

El piano, en Petrushka, era a la vez el protagonista y una extensión de la orquesta. Y su naturaleza también dual, un instrumento de cuerdas que vibraban al ser golpeadas por martillos, se resolvía, para el compositor, a favor de lo percusivo. Podría pensarse que las Tres piezas de Petrushka, para piano, compuestas en 1921, diez años después que el ballet, eran un destino anunciado. Muchas otras obras de Stravinsky tienen una doble vida, como piezas orquestales y para piano, dos pianos o piano a cuatro manos. En algunos casos estas reducciones derivaban, simplemente, de las versiones de ensayo de sus ballets. Pero el caso de las Tres piezas… era distinto. Si bien estaban los motivos del ballet –y el famoso acorde, desde ya– era una obra para piano. Autónoma y con peso propio.

Me esforcé por hacer de esta obra sobre Petrushka una composición esencialmente pianística, utilizando los recursos propios del instrumento y sin asignarle de ninguna manera el papel de imitador de otros», escribió Stravinsky. «En resumen, no veamos una transcripción para piano sino, de hecho, una pieza escrita especialmente para piano o, dicho de otra manera, de música para piano.»

Es, además, una música para pianistas. Stravinsky la pensó para Arthur Rubinstein, de quien admiraba los dedos «fuertes, ágiles e inteligentes». Existen muchas grandes versiones y, como suele suceder, resulta difícil elegir una sola –cierto acento en una, un pequeño énfasis de alguna nota en otra, algún eco, una reverberancia–. Entre mis preferidas están la de Yefim Bronfman –en un disco que se completa con una interpretación memorable de Cuadros de una exposición, de Mussorgsky–, la de Evgeny Kissin –el álbum incluye la Sonata Nº 3 y 5 preludios de Alexander Scriabin y la Sonata Reminiscencia de Nikolai Medtner– y la chispeante –y no por eso menos exacta– de Yuja Wang. Elijo aquí dos, la modélica de Maurizio Pollini (que presenta asimismo interpretaciones magistrales de la Sonata Nº 7 de Sergei Prokofiev, las Variaciones Op. 27 de Anton Webern y la Sonata Nº 2 de Pierre Boulez) y la que me deslumbró más recientemente, a cargo de la italiana Beatrice Rana (con Miroirs y La Valse, de Maurice Ravel, como complemento). Un trabajo sublime con los pedales y la sonoridad del instrumento, un pensamiento que de alguna manera recupera el aspecto coreográfico de la obra y la sensación de que, sin faltar a la partitura, dibuja con ella un paisaje tan sorprendente como maravilloso. Es posible que Stravinsky hubiera preferido a Pollini. Yo no sé.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio