El compositor y maestro Coriun Aharonian, uruguayo, purista (tal vez ambas cosas sean lo mismo), marxista y defensor a ultranza de la Coca Cola, aseguraba que la palabra minimalismo era incorrecta. Que la terminación “al” en inglés significaba lo mismo que el sufijo “ismo” en castellano y que debía decirse “minimismo”. Había, en todo caso –sigue habiendo– otro problema. En música, “minimalismo” quiere decir algo totalmente distinto que en cualquier otra de las artes –y no sólo en las artes–. Si se piensa en películas, novelas, pinturas y hasta recetas de cocina minimalistas y se traslada la idea a lo musical deberíamos tener algo cercano –todo lo cercano posible– al silencio. Puntos sonoros en el vacío. Pinceladas escuetas sobre la nada. Pero si se escucha a los monstruos sagrados de esa estética, que quizá con mayor precisión se identifican con una escuela repetitiva –o repetitivista– lo que se encuentra es algo bien distinto. Para resumirlo con un chiste, una persona le dice a otra que se le ha rayado un vinilo con una obra de Philip Glass, y la respuesta es una pregunta: “¿Cómo te diste cuenta?”
El minimalismo en música no consiste en trabajar en las fronteras de la nada ni en el viejo truco de lograr el máximo efecto con la menor cantidad de elementos –el tan mentado “menos es más”– sino en crear un tejido repetitivo, que algunos relacionan con el hallazgo electrónico del loop (un surco cerrado en los discos de vinilo, que comenzaba cada vez que llegaba a su fin), donde se destacara cada nueva información. Algo así como el juego de las cinco diferencias (o las que fueran). Ni más ni menos que una respuesta al punto de no retorno al que había llegado otro minimalismo, el de Anton Webern y sus epígonos del serialismo integral. Allí todo estaba establecido desde el comienzo, en una serie de sonidos que era, a la vez, una serie de timbres, de intensidades y de formas de ataque entre otras posibilidades. De las transformaciones de esas series y sus combinaciones surgía la música. Sólo que para los vanguardistas estadounidenses, más ligados al acting que a la matemática, y más cercanos a las galerías de arte y a las informaciones que llegaban desde las músicas populares que a los conciertos recoletos, no se trataba de música. Y así llegó In C (En Do), de Terry Riley. Estaba pensada para un grupo variable de músicos (“Pueden ser alrededor de 35 instrumentistas, pero grupos más chicos o más grandes también pueden ser”, indicó el autor). Se trataba de 53 frases, de distintas duraciones, que se repetían, siempre en do, como se desprendía del título, y se estrenó en 1964, hace sesenta años, en el San Francisco Tape Music Center. La primera grabación fonográfica se publicó en 1968. Hace dos años, la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos incluyó esa grabación en su National Recording Registry considerando su preservación “significativa históricamente, culturalmente o estéticamente”.
Uno de los jóvenes que tocó en el estreno de In C, había estudiado piano en la infancia (“conocía todos los favoritos de la case media: nada anterior a 1750 ni posterior a 1900”, contó), había descubierto a Stravinsky gracias a un amigo y al jazz gracias a otro. Formó un grupo y como conocía a alguien que tocaba el piano mejor que él, decidió ser baterista. Steve Reich tiene ahora 83 años, acaba de ser festejado en París, con numerosas retrospectivas y el pasado 5 de febrero el guitarrista Jonny Greenwood –integrante de Radiohead y actualmente de The Smile, copartícipe de Polymorphia con Krzysztof Penderecki y autor de la genial banda de sonido para The Power of the Dog, el film de Jane Campion–, junto con el grupo L’Instant Donné, tocó Pendulum Music. Y el día siguente se estrenó Jacob’s Ladder, un encargo conjunto de Radio France, BBC Radio 3, la Filarmónica de New York, el Festival O, Modərnt y la Casa da Música de Porto.
Pasó ya bastante tiempo desde que una mujer del público, durante la ejecución de la obra Four Organs, en 1973, se levantó de su asiento y, con voz sonora, exclamó: “Paren, paren, confieso”.
Parte del credo de Reich –y de cómo su estética surge como una rebelión al mundo de la llamada música clásica– queda explícita en una entrevista publicada por Planet en 2000: “Todos los músicos del pasado, comenzando con la Edad Media, estaban interesados en la música popular. (…) La música de Béla Bartók surge enteramente de fuentes de música tradicional húngara. E Igor Stravinsky, aunque mintió acerca de ello, utilizó toda clase de fuentes rusas para sus primeros ballets. La gran obra maestra Dreigroschenoper (La ópera de tres groschen), de Kurt Weill, utiliza el estilo del cabaret de la república de Weimar y por eso es una obra maestra. Arnold Schönberg y sus seguidores (…) crearon un muro artificial, que nunca existió antes. En mi generación tiramos el muro abajo y ahora estamos de nuevo en una situación normal. Por ejemplo, si Brian Eno o David Bowie recurren a mí, y si músicos populares remezclan mi música, como The Orb o DJ Spooky, es una buena cosa. Esto es un proceder histórico habitual, normal, natural.”
Ese minimalismo que nada tiene de mínimo ni de parecido a otros no es homogéneo. Reich es sin duda un compositor interesantísimo, al igual que John Adams, que se desprendió de los lineamientos fundantes del estilo y fue en busca de una suerte de neo americanismo, que bucea tanto allí como en Copland o Bernstein –y obviamente en el jazz y el rock–. Algunos autores nacidos en otras partes, como el holandés Louis Andriessen, y sus seguidores norteamericanos del grupo Bang on the Can (David Lang, Julia Wolfe y Michael Gordon), o el inglés Steve Martland han propuesto nuevos lenguajes a partir de allí. Y Glass, más cercano al pop (o a alguna clase de pop) sigue siendo una de las estrellas, aun cuando la inteligentsia no acabe de considerarlo un compositor serio. Todos están allí.
Todos están allí. Allí están todos. Allí no están todos. Todos no están allí. Allí no hay nadie. Nadie todos allí. Nadie allí todos. Nadie nadie nadie nadie. Todos.
Gracias!
Hermoso texto Diego. Gracias. Acabo de descubrir este blog. Siempre me han gustado tus textos, siempre que se me cruza uno, lo leo. Soy músico y tus reseñas me proponen hallazgos, aún cuando conozco a los artistas. Saludos desde Tres Arroyos, pcia. de Buenos Aires.
Cuando vino Steve Reich al Teatro Colón hace unos años, llevé a mí hijo menor. En ese momento tendría 10 años. A los 15 minutos me dice, «Papá, está música me hace doler la cabeza». Por suerte, al rato se durmió.