Una lista de 5 mejores discos es absurda. Tanto como cualquier lista. Y por supuesto es arbitraria. Por eso es que tiene –o puede tener- alguna clase de utilidad. Si se piensa en la música de tradición académica, eso que el mercado identifica como «música clásica» y que la musicología anglosajona sigue llamando, inexplicablemente y sin rigor científico alguno, «art music», es un campo que abarca unos 1000 años de música y géneros tan distantes entre sí como la ópera del barroco, las piezas religiosas de Penderecki, las miniaturas de Howard Skempton, las suites para instrumentos solos de Bach, las sinfonías de Shostakovich, las óperas de Puccini y las sonatas para corneto y sacabuche compuestas en Venecia en el 1600.
Podría pensarse en los 5 mejores discos de cuartetos de Beethoven. O, incluso, sólo en las 5 mejores versiones –para mí– del Cuarteto Op. 130. O los 5 mejores discos con obras de Orlando Di Lasso. Una lista de discos imprescindibles podría tener, por lo bajo, unos 500 títulos. Es decir, no serviría para nada. Una lista funciona cuando alguien la puede tomar como punto de partida. Una lista nunca es igual a otra. Ninguna otra persona haría la misma lista que yo. Y hasta es posible que yo mismo haga dos listas diferentes sobre lo mismo, en dos días diferentes o, incluso, en dos momentos distintos de un mismo día. Lo que sí puede asegurarse es que, igual que los «discos del año» en la encuesta anual de críticos de Down Beat, los Diapason D’Or de la revista Diapason, los Choc de Classica o los Editor Choice de Gramophone es muy probable que se trate de discos excelentes. Una lista canónica del canon debería incluir las grandes obras indiscutidas –sinfonías de Beethoven, Variaciones Goldberg, La Traviata, Consagración de la primavera– y los grandes nombres de la interpretación –Von Karajan, Argerich, Bernstein, Gundula Janowitz, Gardiner–. Esta que propongo aquí no contiene nada de eso. O no exactamente. Y la numeración no responde a ningún orden interno de prioridades. Simplemente alguno debe ir primero y a algún otro le toca el quinto lugar.
1. Sonata para violín y piano en la mayor de César Franck por Kanja Danczowska y Krystian Zimmerman
Escrita en 1883, a los 63 años, por el belga César Franck –un compositor que casi no se alejó de la iglesia en la que trabajaba y del órgano que allí tocaba– es una obra cíclica, en la que algunos motivos atraviesan todo el recorrido. Como la Sonata en si menor de Franz Liszt, para piano, es una composición monumental que, de alguna manera, responde a la idea de que la música es el único lenguaje capaz de expresar toda la complejidad del ser humano, incluso aquella a la que las palabras no pueden llegar. Esta interpretación, por un pianista admirable –todos sus discos podrían formar una lista de «mejores grabaciones» por sí solos– y una violinista extraordinaria que, vaya a saberse por qué, trascendió muy poco fuera de Polonia, fue grabada en 1981. No me atrevería a decir que se trata de la mejor versión (Oistrakh y Richter y Faust y Melnikov, Repin y Lugansky, Perlman y Ashkenazy, Renaud Capuçon y Khatia Buniatishvili, Shlomo Mintz y Yefim Bronfman, Kyung-Wha Chung y Radu Lupu, Augustin Dumay tanto con Maria-João Pires como con Jean-Philippe Collard, pueden aspirar con justicia al mismo cetro). Apenas afirmo, hoy y a esta hora, que es uno de mis cinco elegidos.
2. Spem in alium, de Thomas Tallis, por The Tallis Scholars
Es posible que la obra multicoral –o multi polifónica– más importante del Renacimiento haya sido el motete “Spem in alium” de Thomas Talis, el compositor preferido de la reina Isabel I de Inglaterra. Su texto habla de la “esperanza en el otro” y la obra tiene una concepción que un matemático no dudaría en llamar fractal. Se trata, básicamente, de una composición a cinco voces. Pero cada una de esas voces es un coro de ocho voces –en rigor un doble coro– lo que hace un total de 40 voces independientes, que no dejan en ningún momento de entrar, salir, bordear alguna otra voz u ocasionalmente ocupar un lugar solista. Son pocos los momentos en que las 40 voces suenan juntas y la intensidad depende, precisamente, de la acumulación de voces y no de que canten más fuerte o más débil. La obra comienza con solo dos voces en uno de los coros y finaliza con el conjunto de los cinco coros. Existen muchísimas grabaciones de esta obra maestra pero muy pocas en que se respete la disposición en cinco coros. El excelente Huelgas Ensemble, dirigido por Paul Van Nevel, por ejemplo, la grabó con las 40 voces en círculo y el director en el centro. A mi juicio la versión más perfecta, fiel a la concepción espacial original y además conmovedora es la registrada en 1985 por el Tallis Scholars conducido por Peter Philips. La escucha de la obra requiere, desde ya, atención exclusiva. Solo de esa manera es posible ir escuchando todo el entretejido –mágico, caleidoscópico– de las 40 voces y disfrutarla en toda su complejidad y esplendor. En la versión de los Tallis Scholars es posible, realmente, escuchar cada una de las voces y a los cinco coros concebidos cada uno de ellos como una especie de macro voz.
3. Notes on Light, Orion y Mirage, de Kaija Saariaho, por Anssi Karttunen, Karita Mattila y la Orquesta de París dirigida por Christoph Eschenbach
Tres de las obras más importantes de una de las compositoras más importantes de la segunda mitad del Siglo XX y el comienzo del XXI en interpretaciones magistrales. Más allá de la corriente espectralista, de la que es heredera, Saariaho creó una estética alrededor del sonido entendido como materia poética. Al borde de lo onírico, de las «notas –o apuntes– sobre la luz» que anuncia el título de uno de los conciertos para cello y orquesta centrales del repertorio reciente, la de Saariaho es una de las voces más personales, reconocibles y, sí, poéticas en ese terreno tan heterogéneo –y tan frecuentemente incomprendido– que es lo contemporáneo.
4. Sonatas para viola da gamba y cembalo obligado, de Johann Sebastian Bach, por Andrea De Carlo y Luca Guglielmi.
Lo usual, en la época de Bach, era que, como en el jazz, el acompañamiento de un instrumento solista no estuviera totalmente escrito. Apenas la línea del bajo y un cifrado que indicaba qué acordes debería tocar quien se hiciera cargo del instrumento armónico (el más frecuente era el clave pero podía ser, según el contexto, un teclado más pequeño –una espineta, por ejemplo–, órgano, un laúd o varios de ellos juntos). A eso se lo llamaba «bajo continuo», algo muy parecido a la unidad entre guitarra rítmica y bajo en los grupos pop tradicionales. Bach, sin embargo, en sus sonatas para violín y en estas para viola da gamba, escribió todo lo que debía tocar el clave (de ahí lo de «cembalo obligato» que figura en las partituras). Es decir, decidió no dejar librado al buen criterio del continuista lo que sucediera en el diálogo entre su instrumento y el solista. Composiciones en la frontera con lo galante, esencialmente camarísticas e íntimas y al mismo tiempo con un intrincadísimo contrapunto, varias interpretaciones les hacen justicia. Savall con Koopman, Paolo Pandolfo con Markus Hünninger, el argentino Juan Manuel Quintana y Céline Frisch, Robert Smith y Francesco Corti encabezan una larga lista de interpretaciones de altísimo nivel. La muy reciente de De Carlo y Guglielmi tiene, para mí, la rara cualidad de sonar como si Bach se hubiera juntado a tocar estas obras con un amigo y, de paso, probar varios de los instrumentos que le gustaba tocar. Aquí, el «clave obligado» alterna con un órgano y un moderno (para la época) piano forte, ambos firmados por Gottfried Silbermann (Bach tenía varios de sus instrumentos en su casa). Al fin y al cabo el compositor bien podía probar algo un poco distinto de lo que había indicado en la partitura.
5. Cuatro últimas canciones, de Richard Strauss, por Anja Harteros con la Orquesta Sinfónica de la Capilla Estatal de Dresde con dirección de Fabio Luisi.
Ni el título ni el orden de estas canciones –y ni siquiera la idea de concebirlas como un ciclo– fue de Richard Strauss que, entre otras cosas, posiblemente no supiera que se trataba de las últimas. Más allá de ese detalle tienen una indudable unidad estética. Y, compuestas en 1948, cuando el compositor tenía 84 años, son obras que están no sólo fuera de su tiempo sino que están fuera de cualquier tiempo. Que están más allá de cualquier intento de clasificación. Es, simplemente, música. Janowitz con Karajan es (casi) insuperable. Harteros está, como la propia obra, fuera de toda medida.