El periodismo de rock y los ilustradores de Biblias.

Muchos de los detalles los he olvidado. O posiblemente los recuerde mal –es decir, recuerde sus recuerdos–. Creo, sin embargo, que he retenido lo esencial. Habrá sido hace unos veinte años. El Gobierno de la Ciudad publicaba una revista dedicada a la música popular. Su nombre era Pugliese y creo que la dirigía Ricardo Salton, que fue quien me invitó a participar de una mesa redonda con el fin de que fuera grabada y luego editada como nota periodística. No sé si finalmente se publicó o no. En la página que el actual gobierno citadino dedica a esa publicación hay unos pocos números y tal artículo no aparece en ellos.

https://buenosaires.gob.ar/areas/cultura/musica/pugliese.php).

Participaban de la mesa, también, Liliana Herrero, un productor discográfico cuyo nombre desconocía –y aún lo hago– pero al que había cruzado más de una vez en pasillos de la Sony, y la Tota Santillán –el entonces famoso productor de shows y de un programa televisivo dedicados a la “Música tropical”. Puede que alguien más. Pero la historia tiene tan sólo dos protagonistas.
Liliana Herrero abrió el fuego y lo hizo con munición gruesa, atacando el mundo de la bailanta, la bastardización de lo popular y el negocio de vender basura a las clases oprimidas. Tal vez no fueran esas las palabras exactas pero su blanco por elevación, o no tanto, era sin duda Santillán que, en un momento dado la interrumpió, haciendo prever un prematuro desenlace violento. Lo que dijo, más o menos, fue: “Tiene razón la señora; es exactamente así. Hay artistas que hasta han puesto coro de niños en sus discos y al mercado le dan lo mismo que los que no componen sus canciones y trabajan con pistas pregrabadas y hacen dos discos en una semana como si hicieran chorizos”. Para sorpresa de Herrero –y mía también, lo reconozco– acababa de brindar una clase gratuita de Sociología de la música I. En el campo que desde la inteligentsia se percibía homogéneo, el de la “música mala” (o berreta, o grasa o como se la quiera llamar) aparecían, en pequeño, las mismas jerarquías entre lo bueno y lo malo, o entre lo artístico y lo comercial, que existían por afuera.
Años después, en Medellín, recorriendo los grafittis de la ciudad junto con uno de sus artífices, orgulloso de haber pintado el retrato de Gardel a la entrada de la ciudad, frente a uno de los murales, en que en un rincón que el original había dejado en blanco alguien había dibujado un Pokemon, el anfitrión se vio obligado a aclarar que “son peladitos (o sea niños) que aún no tiene la técnica y no son artistas; pero van a aprender”. Nuevamente, en el campo más popular de lo popular, aparecía la jerarquía entre lo artístico y lo que no lo era, focalizada en la posesión de una técnica. Visto al revés, ninguno de los habitantes de los mundos pequeños de cada género, en la medida en que no conociera nada por afuera del mismo, era capaz de imaginar que su campo, tan vasto y tan lleno de matices internos, fuera percibido por otros –en el caso de que eso sucediera– como una totalidad indivisa. Para volver sobre un tema acerca del que ya he escrito, allí está la flagrante falla del Música de mierda de Carl Wilson, que percibe al pop-rock como el universo entero y no se da cuenta que desde afuera, lo que para él es evidente –las diferencias éticas y estéticas entre Celine Dion y Los Ramones– es indistinguible.
Todo esto para hablar –para escribir– acerca de un tema que ha despertado numerosas reacciones: la absorción por parte de la revista GQ de una página hasta ahora independiente llamada Pitchfork y dedicada casi exclusivamente a la crítica de pop-rock. Una nota sumamente interesante, del escritor Martín Graziano, aborda el tema de manera exhaustiva y hace referencia, también, a los aspectos más crudamente mercantilistas del asunto

https://laagenda.buenosaires.gob.ar/?contenido=52565-el-ultimo-critico-de-rock

Lo interesante es que habla exclusivamente de la “crítica de rock”, algo que, más allá de la masividad relativa que el rock ha tenido en relación con otras músicas podría asimilarse a algo así como “crítica de cubismo” o “crítica de películas costumbristas”.  Quienes disfrutamos sobre todo con expresiones artísticas alejadas de la masividad –incluso dentro del pop-rock– estamos acostumbrados a tener que explicar de qué se trata. Sabemos que la mayoría del planeta desconoce por completo lo que para nosotros es evidente. Jamás daríamos por sentadas las diferencias entre un réquiem casi laico, como el de Verdi, y el inconcluso Requiem de Mozart, o entre John Zorn y Kenny G. Sabemos que tenemos que explicar lo que para nosotros es obvio. No pretendo la defensa –ni el ataque– corporativo. Es un hecho que la mayoría del periodismo musical, en todos los estilos, es deshonesto y que los honestos no necesariamente están capacitados técnicamente, son perspicaces, tienen buen oído y además saben transmitir sus ideas por escrito. En ese mundo específico de la “crítica de rock”, Graziano menciona a Miguel Grinberg y a Gloria Guerrero, sin los cuales mucho habría sido diferente en el terreno de la creación. Yo agregaría, ya fuera de ese discreto mapa, a Jorge Andrés, a Julio Palacio, a Federico Monjeau, a Abel Gilbert, a Pablo Gianera y a Martín Liut, mientras trabajó como crítico, entre quienes han pensado en la música –y han ayudado a otros a pensarla–. Pero sería ingenuo hablar de la desaparición de la “crítica de rock” sin entender la crisis del periodismo cultural en general, de la circulación de la información en estos días y de la falta de aquello que antes se llamaba “formación del gusto”. Y sería ingenuo, también, ignorar que parte de esa crisis se debe a la propia inutilidad, a la obsecuencia, la ignorancia presuntuosa e, incluso, los errores de contenido de muchos, muchísimos, de los críticos más reputados. Siempre es buen momento para recordar lo que Frank Zappa dijo a Bruce Kirkland en una entrevista publicada por el Toronto Star en 1977: “La mayoría de los periodistas de rock es gente que no puede escribir, haciendo entrevistas a gente que no puede hablar para gente que no puede leer”. 

Es cierto, la crítica de rock ya no existe. Y tampoco la de jazz o la de música en general o la de danza, mientras que la de libros, la de cine, la de artes plásticas y la de teatro, sobreviven como pueden, dependiendo del dinero que muevan sus respectivos núcleos de interés. Somos, algunos –Graziano entre ellos– personas que nos preocupamos por aquello que fue importante en nuestras vidas y que durante unos cinco siglos –muchos más que los que lleva el periodismo de rock sobre la Tierra– constituyó un bien en sí mismo, más allá de sus utilidades coyunturales. Eso que todavía llamamos arte. También, entre quienes comparten las mismas preocupaciones –y placeres– están Alex Roth, Paul Griffiths, Anne Midgette, Tom Service y Ted Gioia, que fue uno de quienes escribió sobre el affaire Pitchfork.

(https://www.honest-broker.com/p/why-is-music-journalism-collapsing

Todos ellos –o nosotros– somos orgullosos ilustradores de Biblias en un mundo casi sin Biblias. Muy pocas y muy valiosas Biblias. Está en nosotros cuidarlas hasta que el mundo nos necesite de nuevo. O hasta la desaparición definitiva. Al fin y al cabo los dinosaurios eran más grandes .

1 comentario en “El periodismo de rock y los ilustradores de Biblias.”

  1. muy bueno Diego, soy un melómano aficionado, hace mucho inquieto en rascar un poco más allá del mainstream pero por otro lado hace mucho interesado en este tema: qué es arte, qué no, y quién lo determina.
    Te sigo acá y en Diarioar, gracias

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