La canción más triste

Publiqué este artículo, originariamente, en la revista Goldberg y luego lo incluí en el libro Escrito sobre música, que editó Paidós. Aquí lo revivo en parte, con una necesaria edición y la invalorable compañía de una lista de ejemplos, imposible en aquel entonces

Prepara mi cama
Lord Rendall conversa, en un tono que solo podría describirse como “muy inglés”, con su madre. Las palabras son pausadas, tranquilas. En la versión que probablemente más se acerque a los orígenes folklóricos, la música recurre a un artificio típico del Renacimiento y de las primeras óperas del Barroco: edad y sabiduría se imponen, simbólicamente, al género y, por lo tanto, la voz de la madre es más grave que la del hijo, a pesar de ser ella mujer y él un varón. “¿Dónde has estado todo el día, Rendall, hijo mío; dónde has estado todo el día, mi apuesto muchacho?” [“Where have you been all the day, Rendall my son? Where have you been all the day, my pretty one?”], pregunta la madre, y volverá a hacerlo en cada estrofa, con distintas variantes: “¿Qué has comido, Rendall, hijo mío?”, “¿Dónde recogió ella las hierbas, Rendall, hijo mío?” [What have you been eating Rendall my son?”, “Where did she get them from, Rendall my son?”]. Y el hijo, que termina invariablemente sus parlamentos pidiendo “prepárame la cama rápido, siento el corazón enfermo y querría acostarme” [“Make my bed soon for I’m sick to my heart, and I fain would lie down”], le contará con detallada lentitud cómo ha sido envenenado por su amante.
Las versiones difieren. La canción, publicada en partitura por primera vez en 1787 con el título de “Lord Ronald, my son”, era, según varios testimonios, ya popular en el 1600. Tal como aclaran Jorge Fondebrider y Gerardo Gambolini en su excelente libro acerca de las baladas inglesas y escocesas publicado en castellano por Vergara –con el engañoso título de Canciones celtas–, el origen podría ser una canción italiana llamada “L’Avvelenato”, aunque su tema podría referirse, según Walter Scott –que la cita en su Minstrerly of the Scottish Border, de 1802–, a la muerte de Thomas Randolph (o Randal), Conde de Murray (o Moray) y sobrino de Robert the Bruce, que fue envenenado en 1332.
Fondebrider y Gambolini también sugieren como posible fuente el caso del sexto conde de Chester, envenenado por su esposa en 1232. Los nombres del personaje suelen ser distintos: “Lord Rendall”, “Lord Randal”, “Lord Ronald”, “Laird Rowland”, “Lord Reynolds”, e incluso “John Randolph” en una versión recopilada en Virginia y “Mc Donald” en una que aún se canta en Carolina del Sur, ambas en los Estados Unidos. Las músicas, por supuesto, nunca coinciden del todo y los textos van desde la versión de Scott, donde se cuenta paso a paso todo el envenenamiento (e incluso la muerte del perro que comió las sobras), hasta la incluida por los contratenores Alfred y Mark Deller –con el acompañamiento de Desmond Dupré en laúd y guitarra– en Folksongs (publicado en 1972) y nuevamente registrada, en 1996, por otro contratenor, Andreas Scholl. En esta versión, la intención de la amante es ambigua, no se habla directamente del envenenamiento, todo es sugerido con vaguedad mientras se detalla la herencia que el Lord dejará a sus familiares y, recién en la última estrofa, cuando la madre pregunta “¿Qué le dejarás a tu amante, Rendall, hijo mío?” [“What will you leave your lover, Rendall my son?”], este contesta: “Una soga para colgarla, madre” [“A rope to hang her, mother”].

Anguilas
En las discusiones sobre los orígenes hay algunos datos y algunas contradicciones que conviene tener en cuenta. La razón por la que el recopilador Albert B. Friedman considera posible que la canción haya llegado a Inglaterra y Escocia desde Italia es, casi, chauvinista: los italianos, según él, tienen fama de envenenadores, mientras que las armas elegidas por los ingleses son otras (no aclara cuáles). Sin embargo, hay dos detalles que ponen en duda su hipótesis. Por una parte, si es cierto que la canción remite a una historia real (y las fuentes consignan dos posibles a falta de una), los envenenamientos no habrían sido tan inusuales en Inglaterra como él dice. Además, la posibilidad de que algunos de esos hechos, sucedidos en los siglos XIII o XIV, hubieran permanecido en la memoria esperando la llegada de una canción italiana de tema similar, trescientos años después, es altamente improbable. Pero el otro dato es aún más importante: las anguilas.
En todas las versiones, incluso las supervivientes en el folklore estadounidense (como la cantada por Buffy Saint-Marie), la causa del envenenamiento son unas anguilas. “Anguilas y eneldo” en la versión que canta Scholl, “guiso de anguilas” o “anguilas hervidas” en las dos recopiladas por Friedman, “anguilas fritas” en la de Scott. Y las anguilas son más habituales en la alimentación del norte de Europa (y, en particular, de los viking y los germanos) que en la de los italianos. Para seguir el razonamiento racista de Friedman, los italianos, tradicionalmente, han preferido envenenar con polvos misteriosos o elaboradísimos filtros capaces de inducir sueños de los que no se despierta.
Por otra parte, las anguilas y el eneldo parecen sugerir mucho más un envenenamiento medieval y campestre que uno refinado, palaciego y renacentista. Más afín con un Lord cuya herencia (la que enumera a lo largo de la canción) son casas, campos, vacas y caballos, y no castillos, telas, barcos y dinero. La riqueza de Lord Rendall es feudal y su lugar las campiñas inglesas, con sus pequeños riachos llenos de anguilas, los mismos que mucho después describirá el novelista Graham Swift en Waterland.

Melancolía
Los compositores ingleses de la época isabelina se especializaron en la tristeza. Hay canciones, como “Sorrow, stay” o “Flow my tears” (o su derivado, las geniales Lachrimae or Seven Tears Figured in Seven Passionate Pavans), de John Dowland (un depresivo crónico, por otra parte), que son verdaderas obras maestras de la melancolía. La tradición, desde ya, venía de antes y se prolonga hasta la actualidad, hasta la canción en la que el niño de de Benjamin Britten, entona la palabra “malo”, hasta “Eleanor Rigby” de los Beatles y, probablemente, hasta grupos de la escena del nuevo rock británico, como Radiohead o Blur.
“Lord Rendall” sintetiza de manera magnífica lo mejor de esa tradición. Muchos la cantaron, en Inglaterra y los Estados Unidos. Martin Carthy grabó dos versiones interesantísimas, una a capella (en Because It’s There, editado por Topic Records) y otra acompañada por guitarra con cuerdas de acero (en Shearwater, publicado por Mooncrest Records). Andreas Scholl, un contratenor que combina los agudos de una mezzosoprano con un color de voz absolutamente masculino, la incluye en un CD llamado English Folksongs and Lute Songs. Este intérprete, que integraba un coro infantil y que, sin darse cuenta, empezó a cantar en falsete a medida que su voz cambiaba, elige una serie de canciones folklóricas (“Lord Rendall”, “The three ravens” –que fue interpretada entre otros por Peter, Paul and Mary–, “Waly, Waly”, “I will give my love an apple” y “Barbara Alien” –también cantada por numerosos intérpretes populares, entre ellos Joan Baez–) y la alterna con composiciones de John Dowland y Thomas Campion. Lo acompaña el laudista Andreas Martin (con un instrumento de diez cuerdas, réplica de un original inglés del siglo XVII, construido por Andreas Von Holst). Las interpretaciones son magistrales.

Raíces
El álbum de Scholl, igual que el grabado por los Deller en 1972 y por grupos especializados en este repertorio, como el Baltimore Consort (en Watkins Ale –1991–, Elizabeth’s Music –1997– o The Ladies Delight –1998–, todos publicados por el sello Dorian) o The Dufay Collective (en Johnny, Cock thy Beaver. Popular Music Making in Seventeenth-Century England, editado por Chandos), transita por un camino que fue corriente en la cultura londinense de los siglos XVI y XVII y que vuelve a ser frecuente a partir de la década de 1960, en consonancia con el interés por las músicas folklóricas que surge en diversas partes del mundo: la circulación fluida, entre distintos grupos sociales, de tradiciones interpretativas y de repertorios altos y bajos. Se cuenta que en tiempos de Dowland colgaban laúdes de las paredes de las barberías, para que quienes esperaban se deleitaran cantando y escuchando. Las representaciones teatrales callejeras, indudablemente, contribuían para que en el burgo y en palacio no se escucharan cosas demasiado diferentes. Puede suponerse con bastante grado de certeza, a partir de pinturas de la época pero, sobre todo, a partir de las supervivencias, que la manera de hacer esa música debía ser bastante distinta en uno y otro ámbito. Pero los frecuentes arreglos de canciones y danzas populares hechos por compositores de la corte y, por otra parte, la permanencia en las tradiciones populares de canciones y textos que originalmente deben haber pertenecido al ámbito palaciego, habla de un repertorio compartido que algunas corrientes interpretativas del siglo XX, tanto desde el campo de los folkloristas como desde los de la tradición académica, no hicieron sino retomar.
Las razones de esos tránsitos culturales son varias. El período en que se articula esa fuerte tradición ligada a la canción, tanto en ámbitos populares como palaciegos, es el que habitualmente se identifica como “isabelino”. Más de un siglo, en realidad, en el que Inglaterra inició una serie de importantes reformas religiosas y políticas, así como su expansión capitalista, y que abarca los reinados de Enrique VIII (sobre todo, la última parte, que se prolongó entre 1509 y 1547), de Eduardo VI (1547-1553), de María Tudor (hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragón, 1553-1558), de Isabel I (hija de Enrique VIII y de Ana Bolena, 1558-1603), de Jacobo I (hijo de María Estuardo, 1603-1625) y de Carlos I (1625-1649). Un lapso que coincide, además, con uno de los momentos más excepcionales en la historia del arte. Es la época de los grandes dramaturgos y de la poesía metafísica: Edmund Spenser, Sir Walter Raleigh, John Lyly, Christopher Marlowe, William Shakespeare, John Donne, Ben Jonson, Robert Herrick y George Herbert, entre otros. Y, también, de músicos como Thomas Tallis, William Byrd, Orlando Gibbons, John Dowland, John Bull, Thomas Morley, Peter Phillips y John Taverner. Además, es el momento en que se inició la impresión de música secular en Inglaterra –con Wynkyn de Worde, en 1530–, en que se consolidó la industria de la fabricación de instrumentos y en que el ámbito hogareño y burgués comenzó a cristalizar, también, nuevas maneras de hacer y de escuchar música. Las colecciones de elegantes y virtuosas estilizaciones ornamentadas, para laúd o instrumentos de teclado, de piezas muchas veces de origen popular, aparecieron y circularon en ese contexto.
El estudioso A. L. Lloyd (famoso entre otras cosas por sus magníficas recopilaciones de los cantos en los buques balleneros, y su aparición como extra, participando en esos shanties, en la película Moby Dick, dirigida por John Huston) anota que “no hay una diferencia esencial entre la música folklórica y la artística; son distintos brotes de un mismo tronco, que crecen para servir a un propósito similar, aunque estén destinados a ámbitos diferentes”.

Esta versión está doblada al italiano, pero los shanties permanecen intactos.


La voz humana
Debe haber pocas cosas más tristes que la voz de un hombre condenado a cantar en falsete. Una tradición, también, muy inglesa, que comienza en los coros escolares y se prolonga, a finales del siglo XX, en el rock. Jon Anderson (cantante del grupo Yes), Robert Plant (de Led Zeppelin) o Ian Gillan (de Deep Purple) no son otra cosa que contratenores populares que explotan, igual que los otros, la fascinación de sus oyentes por los agudos y, sobre todo, por lo prodigioso y hasta lo antinatural. Andreas Scholl, o los actuales Iestyn Davies o Jakub Józef Orliński, llevan esa cualidad de extrañamiento, de ajenidad, de ser uno con la voz de otro, de expresarse en falsete, con una voz falsa, hasta sus últimas consecuencias. “Lord Rendall” cierra uno de los discos más interesantes de Scholl y ya en su título pone en escena los parentescos entre las “english folksongs” y las “lute songs”. Como antes Alfred y Mark Deller, Scholl convierte la ambigüedad en una de las bellas artes. La aterciopelada oscuridad de su voz (o de esa voz fabricada por él) se corresponde, en todo caso, con el equívoco de ese diálogo en el que, ambos con igual desapasionamiento, la madre y el hijo, interpretados por una misma persona, conversan sobre el envenenamiento del que uno de ellos ha sido objeto. Y en esa extraña y lenta muerte anunciada, cantada con el mismo ritmo con el que las gotas de veneno van recorriendo la sangre, se condensa una inmensa sabiduría. La de los que saben que no hay mayor alegría para quien canta que poder convocar con su arte la tristeza infinita del que escucha.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio