En la última edición de la saga de Indiana Jones se corrobora que no hay mejores malos, en la historia del cine, que los nazis. Una película que comienza con jerarcas cercanos a Hitler embalando a las apuradas obras de arte y reliquias arqueológicas mientras los aliados van acercándose a Berlín es, en todo caso, un gran comienzo. En el final, cuando ya todo ha sucedido, comienzan a aparecer los títulos y durante largos minutos John Williams, el compositor de la música, se despacha con una pieza que alterna pasajes sinfónicos y de cámara. Una pieza que, a partir de algunos de los leit motivs del film, en particular el de Helena –que también tiene su versión para violín y orquesta, tocado nada menos que por Anne Sophie Mutter como solista– se erige como obra ya independiente de la película.
Se trata de una pieza abstracta, podría decirse. De concierto, aun cuando su lenguaje no es enteramente actual. Parece, valga la paradoja, música de película. O, para ser más preciso, de películas de finales de los años treinta del siglo pasado y de las décadas siguientes. En ese sentido, Williams es coherente con films que, de manera evidente, homenajean la historia del cine y, obviamente, la historia de la educación sentimental de personajes como Steven Spielberg o George Lucas. Y es que Hollywood no existiría, o hubiera sido muy diferente, sin el nazismo.
Es difícil imaginarse la comedia estadounidense si Samuel Wilder (luego conocido como Billy y ganador de seis Oscars) no hubiera debido escapar de Berlín en 1933. Y es casi imposible pensar en la música de cine –y en John Williams– sin ese joven prodigio llamado Erich Wolfgang Korngold que, a los 18 años, era admirado por Gustav Mahler, señalado en Viena como el compositor de óperas más importante después de Richard Strauss y que, en 1938, decidió instalarse definitivamente en los Estados Unidos. De ese año es su música para Las aventuras de Robin Hood y de 1940 la que tal vez su obra maestra en ese campo –y la que evidentemente John Williams estudió de memoria–, El halcón de los mares, ambas con Errol Flynn y dirigidas por Michael Curtiz.
El aria del Pierrot en La ciudad Muerta, «Mein Sehnen Mein Wähnen» –“MI anhelo, mi imaginación”, que en el Colón cantó brillantemente Marcelo Lombardero, en 1999–, su Concierto para violín y orquesta, que toma temas de varias de sus músicas para el cine y que grabó, entre otros, Anne Sophie Mutter –la misma que toca en la partitura para Indiana Jones 5– dirigida por quien entonces era su pareja, André Previn –otro hombre de cine– o sus magníficos cuarteto para cuerdas son prueba, también, de cómo ese lenguaje surgido de las sombras de Wagner y desarrollado en la Alemania y el Imperio Autrohúgaro de entreguerras, no solo configuró lo que todavía es la Biblia de la música de cine, sino que se consolidó como una estética de peso en los Estados Unidos.