Leo con interés (decreciente a medida que el libro avanza) el libro publicado por Blackie Books y traducido en España como Música de mierda. El título original es Let’s Talk About Love: Why Other People Have Such Bad Taste. La primera parte es un juego de palabras entre el nombre del disco de Celine Dion en que se incluía la canción insignia del film Titanic y el propio tema del libro: hablar de la canción popular, y sobre todo de las canciones que son populares en términos de popularidad, es casi obligatoriamente hablar de amor. Y traducir un juego de palabras es siempre un desafío. Lo lógico, sin embargo, es quedarse con uno de los significados y no perderlos todos. Lo que es eventualmente mucho más autoritario –y responde a un criterio habitual en España– es reemplazar el irónico –y preciso– «por qué los demás tienen tan mal gusto» por la proposición finalmente elegida.
Cuando digo que el interés es decreciente debería decir que, en rigor, lo más interesante es el excelente prólogo de Nick Hornby, el lúcido autor de Alta fidelidad y de Juliet desnuda, entre otras novelas. Y es que en ese prólogo se plantea algo que el libro finalmente no desarrolla y es la imposibilidad de establecer un sistema de valor universal. Es decir un paradigma que funcione fuera del paradigma que lo contiene. Y es más, Hornby, menos limitado que Wilson que, finalmente, piensa como un crítico de rock y pop, puede asomarse lo suficiente sobre otros géneros y otros sistemas de valoración y entrever lo que podría haber sido lo más interesante de haber podido ser tomado en cuenta: de qué manera la idea de lo alto y lo bajo, o de lo bueno y lo malo, con que el pop «bueno» –y Carl Wilson– estigmatiza al «pop malo» es similar a la que, desde el mundo del jazz estigmatiza a todo el pop –considerándolo, con matices, malo –pobre, diría el universo del jazz– en su conjunto. De la misma manera, el universo de la llamada música clásica considera que es allí donde está lo bueno y sindica como malo todo el resto. Las diferencias, esenciales para Wilson, entre Céline Dion –despreciable– y Madonna –una artista– es, seguramente, indiscernible para alguien capaz de batirse a duelo por temas totalmente incomprensibles fuera del contexto de la música actual de tradición académica, como por ejemplo la superioridad de Salvatore Sciarrino (bueno) sobre Ludovico Enaudi (malo). Yendo más al interior de la cuestión se vería que incluso dentro de cada campo se establecen diferencias entre lo bueno y lo malo, lo fino y lo grasa, lo artístico y lo pasatista, lo auténtico y lo pintoresquista, lo demagógico y lo profundo. Y que en cada rincón de las culturas humanas, desde el fútbol, la pesca con señuelo, las competencias de leñadores, la literatura, el cine y por supuesto las infinitas variedades de música –que significan además infinitos sistemas de valor, infinitas maneras de circulación e infinitas maneras y estrategias de creación e interpretación– se establecen jerarquías. Y que en todas ellas es un grupo, el de los «entendidos», el que establece reglas que le son indiferentes a las grandes mayorías que también disfrutan –aunque de otra manera– partidos de fútbol, competencias de leñadores, óperas o canciones pop. Hay, digamos, un fútbol «fino» y un fútbol «grasa». Tal vez los partidarios del primero sean más duchos que los otros en formular con exactitud sus preceptos y hasta podrían redactar manifiestos acerca de lo que el fútbol «debe ser». Pero ambos conocen a la perfección –aunque con distinto grado de teorización consciente– aquello que buscan –y aquello que no– en el fútbol.
Hace años me tocó participar en una mesa redonda acerca de las músicas populares junto con Liliana Herrero y la Tota Santillán –un famoso productor de shows y grabaciones de lo que entonces se conocía genéricamente como «la bailanta». Quien abrió el fuego, literalmente –o casi– fue Herrero, con un tono fuertemente opuesto a la cosificación del público popular (que en ese caso estaba referido a las franjas de la población con menor poder adquisitivo y con menor acceso a las ofertas educativas), a los cálculos comerciales y a la falta de calidad de aquello que se fabricaba para las masas, llevándolas (cito de memoria y es posible que no sea del todo fiel) a una aceptación dócil y progresivamente diseñada para crear poblaciones acríticas y fácilmente dominables. Santillán pidió entonces la palabra y, de manera sorpresiva para mí (admito mis prejuicios) dijo: «La señora tiene razón, es exactamente así. Tal (nombró a alguien totalmente desconocido para mí) es un artista, por ejemplo; hasta ha usado coro de niños en uno de sus discos, y a los que comercian con esto les da exactamente lo mismo que cualquiera que no compone sus canciones, que no se perfecciona, que graba con pistas en vez de con músicos y que desprecia a la gente.»
El ser humano establece –igual que todos los monos grandes– jerarquías esenciales para constituir sus clanes. Estas jerarquías, para ser útiles, deben fijar no solamente las reglas para pertenecer al clan sino, sobre todo, para no hacerlo. Decir quién no forma parte de mi grupo –quien vive en la otra orilla del río, quien usa pieles de oso en lugar de pieles de lobo, quien sostiene que la luna es hija del sol y no su madre, o quien gusta de Arjona y no de Keith Jarrett (o viceversa)– es esencial para la identidad de mi grupo –y de la mía–. Durante años se buscaron argumentos supuestamente racionales para fijar el paradigma musical de las culturas «altas» europeas y de tradición europea –en principio establecidos por la iglesia (sobre todo la católica romana) y la corte– como universales. La revisión de esos argumentos hace casi imposible el sostenerlos. La universalidad –cierta música, la de tradición europea y académica, no la de los chorote o los mbiá– «es el más universal de los lenguajes– cae ante la comprobación de que algo que le gusta a menos de un 2 % de la población planetaria no puede ser considerado universal; lo de que «hace mejores a las personas» resiste muy débilmente la evidencia de la melomanía (clásica) de Hitler, Goebbels o Heidrich, o, como muestra Abel Gilbert en su fenomenal Satisfaction en la ESMA. Música y sonido durante la dictadura (1976-1983), publicado por Gourmet Musical, la imagen del bueno de Astiz cantando a Sui Generis. Eventualmente, un criterio, el de la valoración de la técnica (aunque en cada caso se la valore con parámetros distintos), es común a casi todas las ideas del buen gusto. Muchas de las músicas que fundan su valor en una apelación a la abstracción, a lo que es «en sí mismo» –algo que podría traducirse como «música de escucha», más allá de que todas lo sean en alguna medida– tiene en común, por su parte, la alta valoración de la complejidad –e incluso la muy compleja idea de la anticomplejidad, enarbolada por el punk o por compositores de la «nueva sencillez» como Arvo Pärt o el argentino Esteban Benzecry–. Hay algo más, que Wilson insinúa al hablar de lo «sensiblero». En realidad la palabra utilizada por el mercado estadounidense, es schmaltz, palabra que en idiche se usa para nombrar a la grasa derretida. O sea, grasa. La música grasa, un concepto al que Wilson se asoma pero que no llega a decodificar del todo, es aquella que niega algo heredado de las culturas aristocráticas del siglo XIX, cuyo principal preocupación fue diferenciarse no de los pobres –esa diferencia era evidente– sino de los nuevos ricos. Para ellos era esencial no mostrar hambre ni avidez (dejar siempre algo en el plato, no abalanzarse sobre la comida; había que mostrar que nunca se había tenido hambre), no exhibir la riqueza (eso lo hacían quienes debían demostrarla porque recién la habían obtenido), no hablar de dinero. Lo contrario era, literalmente, la grasa derretida (hacia abajo). Arjona, nombrando, explicitando, haciendo evidentes sus sentimientos, es grasa. Yupanqui, hablando del «degüello de soles que trae la tarde», sugiere, muestra algo velado, apela a una sensibilidad de lo «no evidente». Es de «buen gusto». Volviendo a Wilson, acierta al reconocer la hibridación como una de las matrices de las culturas urbanas actuales. Es atinado al intentar entender aquello que no entiende. Pero fracasa al no poder dejar de manejarse como un crítico de rock, alguien que jamás pone en duda sus propios criterios de valor. Quiere entender lo grasa (para él Céline Dion) pero jamás deja de considerarlo grasa.
¿Queda entonces, si es que todo es relativo a su sistema de valor y este es interno a sí mismo y no universal, algo que pueda decirse sobre la música? ¿Hay un lugar posible para la crítica, y no me refiero sólo a la crítica rentada –a la luz de muchos ejemplos me niego a llamarla profesional– sino a la que todos ejercemoa a la salida de un concierto o recital o en la mayoría de nuestras conversaciones sobre arte con amigos y conocidos diversos? La cuestión queda abierta a debate. Yo creo que, una vez que se sabe –y se comprende– que el sistema de valor propio no es válido para toda la humanidad –ni mucho menos– y que no debería servir para despreciar a quienes no lo comparten –o para burlarse de ellos, aunque eso resulte bastante divertido y bastante útil, en términos socio culturales, para definir nuestra identidad– puede ser usado para discutir dentro de una cultura. La nuestra. No es La cultura. Es una de ellas. Y es la que tenemos.
Me quedo regulando y re-pensando. Gracias Diego.