Felix Mendelssohn-Bartholdy tiene 20 años. Cinco meses antes, el 11 de marzo, reveló al público de Berlín una vieja obra litúrgica, la Pasión según San Mateo, de Johann Sebastian Bach. Y finalizó su asistencia de tres años a la Universidad de Berlín, donde concurrió a las clases de historia de Eduard Gans, a las de Carl Ritter en geografía y las de Georg Wilhelm Friedrich Hegel en estética. Es una celebridad en su ciudad natal. Ya a los 12 años ha sido presentado a Johann Wolfgang von Goethe, que según se cuenta conversó con él de igual a igual y que en esa época escuchó admirado alguna de sus sinfonías para cuerdas. Es el autor de un celebrado octeto, escrito a los 16 años, y, a los 17, de la primera obra orquestal que, sin relación con representación teatral alguna y sin texto cantado, remite a un tema –o un espíritu– literario: su Obertura de concierto Sueño de una noche de verano Op. 21.
Es el verano de 1829.
Felix Mendelssohn retratado por Thomas Duncan
Desde su arribo a Edimburgo, el 26 de julio, Mendelssohn está viajando por Escocia. Ha conocido a Walter Scott, para quien llevaba una carta de uno de sus amigos londinenses. El pintor Thomas Duncan lo ha retratado en Perth. Y el compositor dibuja. Las cascadas de Braan. El bosque de Birnam.
El 7 de agosto titula uno de sus bocetos «Una vista de Las Hébridas y Morven» (ilustración principal). El día siguiente, a las 5 de la mañana, parte de Tobermory, junto con su amigo Karl Klingemann, rumbo a la Isla de Staffa, donde están las Grutas de Fingal. Navegan alrededor de Ardmore Point, en el extremo norte de Mull, y luego en mar abierto. “Los únicos capaces de desayunar en el barco son los propios empleados”, escribió Klingemann dos días después en una carta, ya desde Glasgow. “Pocas personas a bordo podían manejar sus tazas y platos –describe–, las damas por lo general caían como moscas y uno u otro caballero seguía su ejemplo. Ojalá mi compañero de viaje no hubiera estado entre ellos, pero se lleva mejor con el mar como músico que como individuo o como estómago. Dos hermosas y frías hijas de un aristócrata de las Hébridas, a quienes Félix podría atacar, continuaron tranquilamente sentadas en cubierta, y ni siquiera les importó mucho el mareo de su propia madre. También estaba sentada plácidamente junto a la máquina de vapor, tratando de calentarse a pesar del viento frío, una mujer de ochenta y dos años. Esa mujer me ha tocado seis veces y siete veces me ha irritado. Quería ver a Staffa antes de su fin. Staffa, con sus extrañas columnas de basalto y sus cavernas, está en todos los libros ilustrados. Nos sacaron en botes y el sibilante bamboleo del mar nos llevó hasta los tocones de los pilares de la célebre cueva de Fingal. Seguramente nunca un rugido de olas más verde se precipitó hacia una caverna más extraña: sus numerosos pilares la hacían parecer el interior de un inmenso órgano, negro y resonante, y absolutamente sin propósito, y completamente solo, el ancho mar gris por dentro y por fuera. Allí la anciana gateaba laboriosamente, cerca del agua: quería ver la cueva de Staffa antes de su fin, y la vio. Regresamos en el pequeño barco a nuestro vapor, a aquel desagradable olor a vapor.»
Esta carta de Klingemann es uno de los documentos existentes acerca del viaje de Mendelssohn a las Hébridas y las Grutas de Fingal. El otro es la obertura que se conoce tanto de una manera –Las Hébridas– como la otra –Las grutas de Fingal–. La caracterización genérica es la misma de aquella Sommernachtstraum de los 17 años: obertura. La palabra no se refiera a una introducción de ninguna otra obra sino, eventualmente, de un cierto clima. Una descriptividad sin descripciones. Sin argumento. Algo que expresa de manera bastante fiel lo que Wilhelm Heinrich Wackenroder, uno de los más importantes teóricos del Romanticismo, decía acerca de cómo la música podía llegar, sin mediación, a lo que estaba más allá de las palabras. A lo más profundo. A la mismísima alma. No era necesaria la descripción. La música y los sentimientos hablaban el mismo idioma.
Michael Steinberg, profesor de historia y de música en la Universidad Brown y director de la filial estadounidense de la Fundación Barenboim-Said, da por sentado, en Escuchar a la razón. Cultura, subjetividad y la música del Siglo XIX –publicado en castellano por Fondo de Cultura Económica– que Mendelssohn jamás vio la Gruta de Fingal y que “cualquier registro que habite en la música sobre esa célebre gruta es un registro de algo que no ha sido visto” (ya escribí sobre ello en una entrada anterior de este blog, referida a los viajes imaginarios y sus correlatos estéticos). Su fuente es la carta de Klingemann –que no transcribe– y la verdad es que, aunque desmentir el mito resulta sin duda atractivo, en ningún momento ese texto da a entender, de manera categórica, que Mendelssohn no bajó del barco. Su amigo utiliza el plural para referirse al desembarco en Staffa –“Nos sacaron en botes…”– y esto tanto puede referirse a Mendelssohn y él como a los turistas en su conjunto –con o sin el compositor incluido en el grupo–. Más bien parece que todos estaban mareados y que a pesar de ello todos fueron a la excursión. Está claro que el bueno de Felix no la pasó bien pero no puede sostenerse con certeza la hipótesis que sirve a los propósitos de Steinberg, en relación con su argumentación acerca de la relación entre lo supuestamente descriptivo y la idea de la supremacía de la “música absoluta”.
De esta anécdota –o falsa anécdota– se desprenden, no obstante, algunas consideraciones posibles. Una, sin duda, es la construcción del mito sobre la profunda impresión que las grutas causaron al músico y como inspiraronn una de sus composiciones más bellas. Una de las fuentes es una carta de Felix a su hermana Fanny, con la partitura de sus primera idea para la Obertura, acompañada de un texto en el que habla de las maravillas de las Hébridas y de la gruta de Fingal, contando más o menos lo mismo que Klingemann dirá en la suya. Pero esa carta es del 1 de agosto, cuando faltaba aún una semana para la llegada de los amigos a la Gruta de marras. Y esa descripción, como reconoce el propio Klingemann –“Staffa, con sus extrañas columnas de basalto y sus cavernas, está en todos los libros ilustrados”– podría haber sido realizada por alguien que jamás estuvo allí.
Vale, sin embargo, la observación de Steinberg sobre lo relativo de la descriptividad en la música. Y, en el caso de Mendelssohn, su relación con lo pictórico. Una relación señalada por Richard Wagner: “Mendelssohn fue un pintor paisajista de primer orden y la Obertura La gruta de Fingal es una obra maestra […] Fíjense en la extraordinaria belleza del pasaje donde el oboe emerge sobre los demás instrumentos con un lamento de dolor como el de los vientos sobre los mares”, escribió cuando aún no odiaba a aquel de quien copió casi todo lo que a orquestación se refería. El extraño elogio de Wagner también es señalado por Steinberg, aunque omite en la cita el fundamental pasaje en que habla de la reexposición a cargo del oboe del segundo tema de la obra, según Donald Tovey “indudablemente la melodía más grande que Mendelssohn haya escrito”. Y esa omisión resulta útil a su interpretación del elogio: “…el lánguido elogio de Wagner era también una condena; el compositor como pintor paisajista quedaba restringido a la imitación mimética y, por lo tanto, era incapaz de la invención auténtica. Tales eran las presuntas limitaciones de los judíos, que Wagner expuso en su ensayo de 1850 ‘El judaísmo en la música’”. Steinberg dice lo que él, y no Wagner, piensa sobre el paisajismo en la música. Para un compositor que pensó la música teatralmente y que trabajó meticulosamente, en su sistema de citas y transformaciones de leitmotivs, con el poder “descriptivo” –aunque no literal sino más bien a través de lo que el teórico Mikhail Bajtin llamó sememas, piezas de significado cultural–, la capacidad de la música para despertar evocaciones e incluso el posible paisajismo no eran méritos menores en absoluto. Y el señalamiento a la “extraordinaria belleza” del pasaje a cargo del oboe, habla a las claras de su valoración de algo a lo que no considera mímesis sino “invención auténtica”. Es posible que Wagner haya conocido la pieza alrededor del 1835, en la época en que fue estrenada en Leipzig y se publicó por primera vez la partitura orquestal (por Beitkopf und Härtel con el título Die Fingals-Höhle) y que en ese entonces ignorara que Mendelssohn, públicamente un luterano, proviniera de una familia judía. O que, simplemente, en esos años de su casamiento con Christine Wilhelmine «Minna» Planer, de su fracaso con Das Liebesverbot y de su contrato como director de la Ópera de Riga, estuviera menos preocupado por los judíos que lo que más adelante estaría.
Lo innegable es que esa bellísima composición de apenas 10 minutos expresa de manera inmejorable la pasión formal del supuestamente informalista Romanticismo. Una obra inspirada por un paisaje –que pudo haber sido imaginario–, que se piensa como un reflejo, o un eco, de impresiones sensibles y que lo hace en una rigurosa Forma Sonata que, además. Incluye en su interior un fugato. No debería olvidarse, en ese sentido, que esa Forma estructurada a partir de la exposición de temas contrastantes –los personajes–, un desarrollo en que de alguna manera discuten y se modifican uno al otro –el conflicto– y la recapitulación y final –el desenlace– al mismo tiempo que una abstracta –clasicista– organización musical era la traslación casi exacta de un planteo dramático.