Restaurar sonidos

Roberto Sarfati es uno de los dos especialistas –el otro es Diego Vila– que trabajan conmigo en la restauración de las grabaciones históricas del Teatro Colón. Hablamos cotidianamente sobre cuáles son los límites y las posibilidades de esta tarea y eso nos lleva, casi siempre, a preguntarnos qué es la obra y qué es lo que la hace ser lo que es. Él defiende a rajatabla la idea de “restauración sonora” por sobre la muy usual de “remasterización”. Esta última, en todo caso, es, para él, uno de los instrumentos de los que puede valerse la restauración. Y de hecho hay remasterizaciones –la mayoría– que no restauran nada.
Una de las cuestiones sobre las que acostumbramos conversar es si las características técnicas de la grabación forman o no parte –y hasta qué punto– de la estética de la obra. En el caso de las obras pictóricas no hay ninguna duda de que los colores utilizados pueden ser limpiados o devueltos a su luminosidad original pero no deben ser cambiados. Tampoco hay dudas acerca de que un boceto o una obra incompleta serán para siempre un boceto o una obra sin terminar. La música tiene otros protocolos: hay una compulsión a completar, como sea, lo incompleto. Sinfonías que, en realidad, nunca existieron como tales. Réquiems donde más de la mitad corresponde a borradores que, seguramente, el compositor no hubiera respetado. Y ni hablar de las composiciones con múltiples correcciones –el Requiem de Fauré, las sinfonías de Bruckner– donde es casi imposible encontrar el “corte del autor” y en que cuando se lo conoce, resulta que no es el preferido de nadie, porque le sobra un pedazo que a nadie le gusta y le falta justo el que todos aman (sobre esta cuestión volveré próximamente).
Existe, actualmente, la IA. Antes existían los burócratas, del arte o de lo que fuera. Aplicadores de fórmulas. Personas capaces de pintar un cuadro como si fuera de Leonardo. O falsificadores –como cuenta María Gainza en su deliciosamente paranoica La luz negra– capaces de pintar mejores Figaris que los del propio Figari. La IA, o un musicólogo hábil y erudito –el pianista y estudioso Robert Levin lo hizo– podría completar el Requiem de Mozart como lo hubiera hecho el maestro y no como, con respeto sacramental, lo había hecho el alumno. Pero,¿sería de Mozart?

Una IA podría considerar –y tal vez no estaría equivocada– que los violines de Torrie Zito en “Imagine” fueron un error de John Lennon –y, yendo más lejos aún, que todo lo hecho por él desde su ruptura con The Beatles lo había sido– y corregirlo escribiendo los arreglos que George Martin hubiera escrito. Imaginen.
Pero, claro, más allá de la indudable utilidad de la IA, uno de los elementos centrales en la restauración es quien restaura, con esa vieja y buena inteligencia humana, con oído y con el conocimiento suficiente para entender –o preguntarse, o tratar de discernir, siempre con respuestas provisorias– cuándo algo es parte de la estética y cuándo se trata de simples limitaciones técnicas que, en la medida de lo posible, deben ser subsanadas. Y, sobre todo, alguien capaz de darse cuenta de que no existen fórmulas universales, algo en lo que creen muchos ingenieros de sonido que, en eso, no se diferencian demasiado de las IA.
Podría pensarse que el “sonido Blue Note”, característico de los discos grabados por ese sello con la firma del ingeniero de sonido Rudy Van Gelder, es equivalente al uso de la cámara de reverberancia en algunos discos argentinos de las décadas de 1960 y 1970. A nadie se le ocurriría negar que el “sonido Blue Note” o el “Sonido ECM” de unos años después definieron estéticas y eran –son– parte de la obra. A nadie se le ocurriría corregirle a Van Gelder su énfasis en los bajos, por ejemplo. Es claro que se trataba de una elección meditada –es decir, es claro para un restaurador humano y, además, con oído y con criterio–. ¿Se trata del mismo caso de “Te recuerdo Amanda” por Mercedes Sosa, cuya voz parece grabada en un baño? En el caso de que tal cosa fuera técnicamente posible, ¿estaría bien eliminar esa cámara y hacer que la grabación sonara como si hubiera sido realizada en un buen teatro o en un ambiente cálido e íntimo o habría que respetar ese eco irreal como parte del sonido discográfico argentino de la época?

Un remasterizador probablemente haría lo segundo y es posible que un restaurador se decantara por lo primero.
La tecnología actual permite recuperar sonidos y armónicos ocluidos por la pérdida de emulsión de cintas originales o la posición de los micrófonos o el prensado primigenio –o el de sucesivas reediciones mal hechas– o la precariedad del ambiente en que la grabación fue realizada. No hay muchas dudas de que si se trata de un cuarteto de cuerdas, una orquesta o un cuarteto de jazz lo que debe lograrse es que lo que suene sea lo más cercano posible a esas conformaciones instrumentales bien grabadas y en ambientes acústicamente aptos. El problema aparece cuando en su momento se tomaron decisiones y, obviamente, cuando estas no coinciden con el gusto actual, por ejemplo el stereo abierto al extremo que hoy nadie utilizaría pero que fascinó a músicos y técnicos de sonido hacia fines de la década de 1960 –la versión stereo de la grabación original de María de Buenos Aires, de Piazzolla y Ferrer es paradigmática–.


Quien restaure bien deberá, además, conocer cuestiones que no son técnicas. Saber cómo “suena” el Teatro Colón. O un club de jazz. O el Carnegie Hall. No buscará que un registro en vivo de 1957 en un pequeño club de Los Angeles suene como una grabación de 2024 en los estudios Abbey Road pero sí intentará que suene como la mejor grabación posible de los años cincuenta en el ambiente de un club de jazz californiano. Quien restaure bien, además de conocer los programas que reviven armónicos, deberá haber escuchado en vivo grupos similares a aquellos con cuyas grabaciones esté trabajando y, obviamente, muchos discos de diferentes épocas como para poder discriminar, más allá de sus estéticas “de época”, entre grabaciones ejemplares y olvidables. Quien sepa del tema, a partir de su oído y su cultura y más allá de los yeites profesionales, sabrá donde poner la vara. Nunca dirá “es una grabación vieja” si escuchó alguna vez el LP original de Masterpieces by Ellington, grabado en 1950 con un detalle, fidelidad a los timbres y a la espacialidad y equilibrio de planos asombrosos. Sabrá que ese el baremo que deberá considerar para un registro de esos años, y no el de un sello pequeño que grabó en una sala de mala acústica, con malos micrófonos y mal ubicados. Sabrá, también, que, si se enfrenta con esta segunda grabación tendrá que corregir hasta donde sea posible los errores y limitaciones de origen; deberá saber que en ese entonces también se grababa bien y se colocaban los micrófonos en el lugar exacto. Pero, también, tendrá que saber dónde parar. La grabación a todo trapo de un sello grande –en este caso, además, la primera destinada ya desde su proyecto, a la nueva tecnología del LP– será el modelo. Pero –algo que tal vez la IA y algunos ingenieros de sonido no descubran– no todo deberá sonar como una gran producción del sello Columbia. Podría decirse –y supongo que Sarfati y Vila estarían de acuerdo– que remasterizar es técnico pero restaurar es, afortunadamente, humano.

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