Las Variaciones Go(u)ldberg

Con un nombre incorrecto y una leyenda falsa a cuestas, las Variaciones Goldberg son una de las obras (y allí, en realidad, ya hay algo para discutir) que, para la tradición académica, ocupan el lugar de piedra fundante. Esos «Estudios para teclado consistentes en un aria con diferentes variaciones para el clave de dos manuales», que tal vez nunca fueron pensados originalmente para que se tocaran y escucharan de una sola vez, nuclean muchos de los principios con los que la música alemana –es decir la voz cantante de Europa, y del ideal de «música absoluta», en los siglos XVIII y XIX– contó su propia historia: abstracción; pensamiento y forma en sí mismos.

Uno de los datos reales con los que se cuenta acerca de la filiación y circunstancias de esta aria con variaciones es la aclaración de la edición original, de 1741: «Preparada para el placer y la alegría de los amantes de la música por Johann Sebastian Bach, compositor de la corte para el Rey de Polonia y Gobernador de Saechs, Capellmeister y Directore Chori Musici en Leipzig».

Otro es el hecho de que las que luego serían conocidas como Variaciones Goldberg conformen la cuarta y última parte de sus Clavierübung (estudios para teclado). Nada se dice allí del Conde Hermann Carl von Keysserling ni, mucho menos, de un alumno de Bach llamado Johann Gottlieb Goldberg que, en ese entonces, tenía 14 años. La leyenda que, no obstante, muchos cuentan, existe y nació en alguna parte. «Señor Goldberg, toque una de mis variaciones», pedía el Conde a su joven clavecinista, refiriéndose a ese conjunto de aria con 32 variaciones basadas en un tema de 32 compases, por las cuales había entregado una paga más que insuficiente y cuyo fin primordial habría sido atemperar su insomnio. Quien así contó esta historia fue Johann Nicholas Forkel, quien en 1802 publicó su Über Johann Sebastian Bachs Leben, Kunst und Kunstwerke (Sobre Johann Sebastian Bach, su vida, su arte y su obra), a la sazón la primera biografía de Bach y, obviamente, el comienzo de un mito.

Forkel jamás conoció a Bach (nació en 1749, un año antes de la muerte del compositor) y su fuente más confiable fue Carl Philip Emanuel Bach, su segundo hijo, que, para cuando el libro fue completado ya hacía 14 años que había muerto, a la edad –para entonces elevada– de 74 años. Lo cierto es que con o sin Goldberg y destinados o no a acompañar insomnios, estos estudios que giran alrededor del mismo bajo que Händel había usado en su Chaconne en Sol Mayor, de 1733, conforman uno de los conjuntos de piezas para teclado más extraordinarios y bellos que puedan imaginarse.

Sobre, o alrededor de esta colección de estudios «preparada para el placer y la alegría» de los amantes de la música, hay otro mito, el de Glenn Gould, un gran personaje literario que tocó el piano y convenció a muchos, en los años 50 y 60 del siglo pasado, de que era la encarnación más exacta de la idea de música pura. Gould, en rigor, sintonizó a la perfección con (y posiblemente contribuyó a crear) un espíritu de época guiado por el auge de las grabaciones discográficas y un cierto ideal de escucha con ojos cerrados. Si Bach era la figura tutelar del mito de la música en sí misma y para sí, Gould era, a su vez, quien lo ponía en acto. Parafraseando la invocación de un muecín desde el alminar podría haberse dicho, en aquellos años en que Dave Brubeck, Astor Piazzolla o el Modern Jazz Quartet abonaban el culto, «Bach es Bach y Glenn Gould es su profeta».

El pianista grabó las Variaciones dos veces, en 1955 –fue su primer disco y el ofrecimiento para grabarlo lo recibió al día siguiente de su debut como concertista– y en 1981, y con esos registros fijó una modalidad de interpretación (y ciertos tópicos como el contraste extremo entre el aria y la primera variación) que marcaron incluso a los músicos más importantes dentro de las corrientes filologistas que comenzaron a cristalizar en los finales de los 60. Desde mi punto de vista, nada más alejado que la estética de lo breve y cortante, que Gould elabora con esmero, de algo estructurado a partir de una pieza a la que su autor llamó «aria».

Hay muchas versiones notables de estos estudios para teclado, y, en una lista rápida, aparecen Gustav Leonhardt y Trevor Pinnock. Me limitaré a las tres que más me gustan. En piano, sin duda, Murray Perahia, ascético, preciso, discreto en sus ornamentaciones en las repeticiones de secciones y, a la vez, inmensamente expresivo.

Y en clave, la deslumbrante y virtuosa segunda lectura (2004) de Pierre Hantaï, para el sello Mirare (en 1993 había realizado una grabación, multipremiada, para Opus 111), y la revolucionaria, dulce, pausada y exacta de Richard Egarr, para Harmonia Mundi, donde cada una de las variaciones tiene en cuenta el aria original, con su vocalidad –y su velocidad– intacta, en un bellísimo instrumento construido por Joel Katzman, a partir de un original de Andreas Ruckers, con plectros de pluma de gaviota y afinado con un La de 409 Hz, según el temperamento deducido por Bradley Lehman de los dibujos ornamentales de la portada de El clave bien temperado (todos esos rulitos aparentemente inútiles), donde, según él, se muestran las relaciones entre un sonido y el siguiente de la escala.

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