La frase, que he citado con anterioridad, es atribuida a varios. Aparentemente la dijo Thelonious Monk y la repitió después Elvis Costello. «Escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura». Frank Zappa, poniendo el foco en los críticos de rock, afirmó que se trataba de «gente que no puede escribir haciendo entrevistas a gente que no puede pensar con el fin de preparar artículos para gente que no puede leer». Mi pareja, que es coreógrafa y directora de escena, afirma que bailar sobre arquitectura no solo resulta posible sino que es deseable. Lo cierto es que la extrañeza –y tal vez la violencia– entre dos lenguajes radicalmente distintos a la que refiere la citada frase no ha impedido que se escribiera, y mucho, sobre música.
En otras ocasiones he escrito desfavorablemente de la prestigiosa publicación virtual Pitchfork que, no obstante, tiene entre sus méritos indudables ser un lugar donde se escribe –y se lee– sobre música. El centro de su interés está en el pop-rock y sus satélites, aunque da un lugar preeminente a las producciones que, dentro de ese campo, considera «experimentales» y, ocasionalmente, expresiones de otros géneros de tradición popular o ligadas al terreno del experimentalismo dentro del campo del diálogo con las tradiciones escritas y académicas –o academizadas–.
Mi crítica –menos belicosa que la de Zappa, hay que decirlo– tenía que ver, eventualmente, con la manera en que los críticos de rock abordan géneros cuyos códigos y sistemas de valor desconocen. Algo que, si sucediera a la inversa, los indignaría. O, para ir al centro de la cuestión –para mí–, que es que los críticos de rock, seguramente encandilados por la innegable vastedad de ese campo, crean que ese es en realidad el universo completo. Dicho de otra manera, que ignoren el hecho de que son ignorantes de un buen 90 % de la estética y la historia de las artes en general y la música en particular. Tampoco es aconsejable, si vamos al caso, que quienes sólo conocen de música de tradición académica supongan que lo saben todo y, mucho peor, que los criterios de valor que rigen aquello que conocen sirven para todo lenguaje sonoro que ande dando vueltas por ahí. Y la crítica (mía) alcanza, desde ya, a la soberbia de quienes, desde su saber –y su gusto– por músicas que enaltecen la idea de complejidad –o a veces sólo su apariencia–, desprecian y descalifican expresiones que no participan de ese sistema de valor (y, claro, a sus oyentes).
Por eso, cuando aparece una crítica brillante, clara, bien escrita, bien informada y que es, a la vez, un estudio serio –y no una serie de adjetivaciones de fan– y una manera de abrir el juego a quienes no lo conocen de antemano, como la escrita por Hank Shteamer, precisamente en Pitchfork, acerca del movimiento de jazz «creativo» de Chicago, y del Art Ensemble of Chicago, a partir de su disco Nice Guys, editado en 1979, se (me) impone reconocerlo con admiración y alegría. El artículo –profundo, abarcativo, detallado– responde a una práctica habitual de la publicación: dedicar el domingo a «un disco significativo del pasado». Aquí está el enlace para leer dicha crítica –en rigor un pequeño ensayo– (y, lamentablemente, para quienes no leen en esa lengua, sólo en inglés). Y, a continuación, adjunto una pequeña guía con algunas de las músicas allí citadas, comenzando, por supuesto, por ese disco del Art Ensemble of Chicago –el primero publicado por ECM–, que en su momento generó toda una polémica acerca de si significaba un endurecimiento de la estética del sello o un ablandamiento de la del grupo (o, más posiblemente, ninguna de las dos cosas).